
Poco antes de que Colón expandiera el mundo sumándole otro completamente nuevo, los habitantes de Florencia, en Italia, acudieron maravillados a presenciar un nacimiento simbólico, espléndido de belleza y color, cuya luz aún hoy sigue presagiando un amanecer diferente para la humanidad: el Nacimiento de Venus.
En el enorme cuadro, Botticelli había pintado a la diosa del amor emergiendo de las aguas, desnuda y pura, arribando a tierra firme en una concha abierta cuya valva la sostiene como a una perla viva. Sólo una ondulación de la cabellera magnífica cubre el misterio oculto entre sus muslos.
Para calibrar el impacto de su divina carnalidad, hemos de situarnos en el sentir de la época. La exuberancia pagana del arte griego estaba sepultada por capas y capas de olvido y censura; mil años de espiritualismos obsesionados con trascender habían despojado al ámbito de los sentidos de toda ontología y sacralidad: vivíamos oficialmente en un valle de lágrimas. Ni el fakir de oriente ni el penitente occidental miraban, sentían, saboreaban, o besaban, buscando castigar la carne para alcanzar redención después de la muerte.
Tamaña distorsión de las enseñanzas místicas alejó el cielo de la tierra, separando el corazón de su templo natural, el cuerpo. Intentando en cambio, inútilmente, llenarlo de amor con asépticas abstracciones. Por supuesto, muchos hombres y mujeres fueron capaces de desprenderse de la doctrina para seguir la guía secreta del alma y vivir experiencia propia de lo divino. Pero la escisión paradigmática entre espíritu y materia continúa hasta nuestro tiempo, apartando la vida real, esta misma de todos los días –corpórea, sensoria, incuestionable-, de una idealización espiritual tan perfecta que sólo es posible vivirla en la imaginación.
En la época de Botticelli se pensaba, con fervor pío, que el cuerpo de la mujer era instrumentalizado, por la astucia del demonio, para tentar al hombre. A manera de zancadilla infalible, su maléfico atractivo hacía caer otra vez a Adán en el mismo pecado que le hizo perder el Edén. Consecuentemente, miles de mujeres eran quemadas vivas bajo acusación de brujería –quemadas vivas para no usar hachas o espadas y derramar sangre, que era pecado. Los cargos contra las brujas denunciaban actividades diabólicamente inspiradas, como atender enfermos y sanarlos, aconsejar procedimientos para controlar la natalidad, o tomar sol desnudas y bailar coronadas de flores en escondites del bosque.
Quinientos años atrás se vivía una densa tiniebla de superstición, fanatismo, violencia, monstruosa desigualdad social; hoy, esa oscuridad todavía ensombrece la convivencia en el planeta. Sin embargo, hace también quinientos años florecía en Europa, singularmente en Italia, una extraordinaria primavera del espíritu. El Renacimiento llegaba para cambiarlo todo, con la Venus de Botticelli como uno de sus emblemas. Desde luego, el pintor estaba muy consciente de lo que transmitía su obra maestra: protegido de los Médici, se había formado en el círculo neoplatónico, un grupo iluminado que había traducido a Platón por primera vez, buscando el coincidir del saber griego con la luz cristiana.
La protagonista del cuadro, Venus, simboliza naturalmente al alma misma con su talento espontáneo para aceptar, apreciar, gozar, compartir, amar. Este arquetipo afrodisíaco nos enseña a abrazar la vida con todo nuestro ser, entregándonos sin mente al placer lleno de sentirnos vivos, intensamente vivos, ahora y aquí. Su desnudez divina propone una lección, la del contacto directo, receptivo, con la experiencia, señalándonos la sabiduría y el deleite de conocer en carne propia.
El genio de Botticelli anunciaba, con esa Afrodita naciendo de las aguas del inconsciente, un retorno. El retorno más esperado, uno que no hemos dejado de anhelar con íntimo, profundo sentir: el retorno de Eros, el retorno de lo femenino a la conciencia de la humanidad.